La salud es lo primero. ¿Cuántas veces lo habrás oído? Muchísimas, seguro, y ninguna de ellas ha dejado de ser cierta. A estas alturas, es un hecho que, de tan obvio, se ha convertido en frase hecha, melodía vacía. No nos acordamos de que, efectivamente, sin salud nada más tiene sentido. Si nos viésemos en la tesitura, sacrificaríamos lo que fuera de nuestra vida por no sentir dolor o la muerte soplándonos en el cogote. Pero la enfermedad no solo te pone de frente con los temores más exagerados, también te enseña a confiar. Tu pesar te hace un poco dependiente del cuidado del otro, de su mirada. A mi parecer, esa es su máxima razón de ser. Y eso no es malo. A mí me da unas décimas de fiebre y ya estoy pensando en mi madre…
Creo que es una de las muchas preocupaciones que acarrea el miedo a estar sola, ¿me valdré a mí misma para sostenerme cuando me flaqueen las fuerzas? Pues sí, lo serás, porque no te quedará otro remedio. Aunque no podrás permitirte sacar a la niña y que otros la acaricien y la mimen, no habrá otros y, por consiguiente, la adulta engullirá a la niña para poder hacer frente a la vida. Como casi todos los días, también te digo.
Y si los arrechuchos propios nos ponen lúgubres a más no poder, los ajenos no se quedan muy atrás. Acompañar en la enfermedad es muy duro; tu mera presencia, con salud, es un recordatorio para el otro. Y si eres de los que van por delante, siempre anticipándose, esconderás tu alegría, tus ganas y hasta tu propio instinto. Lo que sea necesario para no ser esa lucecita que alumbra y señala que otra vida, mejor, es posible. Porque dar envidia por un trabajo exitoso o un novio joven y trabajado emocionalmente es una cosa, pero dar envidia al enfermo, al que padece, con nuestra lozanía, eso ya no tiene nombre. O eso piensa el que cuida, sin intuir que su cargo, además de por necesidad, se lo han dado por todo eso que ahora oculta tras un manto negro, esperando a después. A cuando todo esté bien, cuando nos recuperemos. Lo que pasa es que a partir de cierta edad nunca se está bien, no del todo.
Otitis, una piedra en el riñón, cefaleas por la larga exposición frente al ordenador, el menisco hecho añicos… Y que sea algo visible, al menos por radiografía, tangible, algo que no esté en tu cabeza, porque si no cargarás con eso y con el juicio propio y colectivo. Sin poder bajar de la rueda del sistema ni aún estando rotos.
Porque este mundo nuestro no entiende de duelos, ni del dolor en el pecho que deja lo que pudo ser y no fue, de la tristeza enraizada o el trauma intermitente que nos persigue en carrerilla a la pata coja desde que tenemos uso de razón, allá por 1998.
En fin, supongo que solo quería recordarme a mí misma que debo cuidarme, que debo querer hacerlo, que esa debería ser mi prioridad, al menos una de ellas. ¡Ah! Y que la tristeza no es una enfermedad y hay que aprender a vivir con ella. Anotado queda.